martes, 9 de febrero de 2016

BLOG DE HEITOR (El PENÚLTIMO STARFIGHTER)


 Non podo por menos, de publicar algo que me gustaria escribir eu, pero a miña capacidade esta disminuida, ainda que este articulo subeme a autoestima, polo que me toca.

    

TITIRISPAIN

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El otro día me dijo mi prima que había leído un post mío, de este mismo blog, por error. Había entrado porque creyó que estaba hablando de política y, al cabo de un par de párrafos se encontró que, de nuevo, cómo no, lo estaba haciendo de una peli.
Esto me hizo mucha gracia y, además, me recordó que hacía mucho tiempo que no escribía del mundo real. Quizá porque el mundo real es mucho más gris, desafortunado y cabreante que el mundo del cine, de los comics y de la literatura. Sin embargo, últimamente están pasando cosas que rozan el delirio y el sinsentido, tanto que uno llega a plantearse si en algún punto se ha tomado la cápsula del color incorrecto y en vez de la realidad asiste a un programa de variedades programado por un becario sin gusto.
El colmo del surrealismo, como no podía ser menos, ha sucedido en plenos carnavales, una época en la que el pobre se disfraza de rico, el rico de pobre, la monja de puta, el pivot de Torrebruno y el obeso mórbido se calza un tutú y unas mallas. Una época de mofa y befa en la que la sátira bestial, la protesta humorística y el pataleo a ritmo de chirigota inunda las calles. Algo que, aunque viene sucediendo, de forma sana, desde tiempos inmemoriales, hay gente que no entiende. Esa gente que no sabe reír, que piensa que el humor es perjudicial y que cree que un chiste sobre capacidades de automóviles y presos judíos es digno de cárcel.
Todo el que haya visto “El nombre de la rosa” sabe que esa gente es peligrosa.
Vayamos a los hechos que provocan que yo acabe pensando que estoy viviendo en un experimento sociológico al estilo de “El show de Truman”.
En plenos carnavales, en Madrid, se representó un espectáculo de guiñol titulado “La bruja y Don Cristóbal: a cada cerdo le llega su San Martín”.
Antes de continuar, hagamos una breve parada. Sí, ya sé que a este ritmo este post se va a hacer eterno, pero es lo bueno de escribir desde el espacio exterior sin que nadie te marque un número máximo de palabras.
Hagamos una parada, como decía, para explicar qué es un guiñol, sus orígenes, sus máximos exponentes a lo largo del planeta y común denominador de lo que suelen contener sus esquemáticos argumentos.
El teatro de guiñol, los muñecos de guante o los títeres de cachiporra, son representaciones teatrales en las que muñecos de tela representan a buenos y malos que, entre un buen número de malentendidos, tretas, argucias y engaños, se van dando cachiporrazos hasta que se deja noqueado al gran maloso de turno. En general, ya que se trata de un arte que lleva a cabo el pueblo llano, el malvado suele pertenecer a los altos estamentos de la sociedad (ricachones, la iglesia, el poder judicial…) y los protagonistas suelen pertenecer a las capas bajas. Es la eterna y violenta lucha de clases a golpe de bastón.
Sus orígenes se remontan a la edad media y en cada país tenía sus características. En Francia tenemos a Guignol, un joven obrero de buen corazón que se ríe de todo y de todos, en Italia a Pulcinella, un tipo mucho más oscuro, rufián, alcahuete y filósofo que apalea y es apaleado sin compasión, en Inglaterra a Punch y Judy, el primero, un tipo simplón, pobre, violento y sin código de honor que lucha contra los poderosos y explotadores que no duda en cargarse a los ricos y apalear a su esposa Judy o tirar a su hijo por la ventana y los alemanes tienen a Kasperle, que utiliza la mitología de los hermanos Grimm para dar lugar a historias rocambolescas, más infantiles y menos violentas que sus hermanos europeos.
En España tenemos también una enorme tradición en el títere de la cachiporra y el mayor exponente quizá sea la obra de Federico García Lorca “Los títeres de cachiporra. Tragicomedia de Don Cristóbal y la señá Rosita. Farsa guiñolesca en seis cuadros y una advertencia”. En ella, el tal Don Cristóbal es un ricachón malencarado que, cachiporra en mano, quiere desposar a una joven. Éste se encuentra con la madre de Doña Rosita, llegan a un acuerdo y la joven Rosita se ve obligada a casarse con el malísimo millonario. Pero Doña Rosita tiene ganas de marcha y se las ingenia para verse con sus amantes, con los cuales tiene unos cuantos hijos. Esto provoca la ira de Don Cristóbal que la emprende a golpes con todo bicho viviente, bebés incluídos.
Como vemos, tampoco es que el argumento del genial Lorca parezca muy para niños.
Y ahora que estamos algo situados en la tradición del teatro de títeres, volvamos al presente.
Como decíamos antes de la parada en boxes, en estos carnavales, una compañía llamada “Títeres desde abajo”, representó una obra de guiñol llamada “La bruja y Don Cristóbal: a cada cerdo le llega su San Martín”. En medio de la obra, en la que había niños, un padre se sintió insultado o violentado o ultrajado o qué sé yo y llamó a la policía. Después de llevarse detenidos a los titiriteros, el fiscal los ha acusado de enaltecimiento del terrorismo, un delito grave donde los haya y el Juez ha decretado prisión preventiva sin fianza, en teoría por el peligro de que los artistas pudieran volver a representar la obra con nocturnidad y alevosía.
¿Pero qué carajo se representaba en aquel teatro para ser acusados de un delito tan grave? ¿Estaban los titiriteros tratando de lavar el cerebro de los inocentes infantes a base de esvásticas, serpientes enroscadas en hachas y manos levantadas en saludos fascistas?
Para responder a todas estas preguntas, no tenemos otra que acudir al argumento de la obra y ver qué se habían inventado los comediantes.
En la representación, una bruja es la okupa de una vivienda vacía. Allí vive plácidamente hasta que aparece el propietario que, aprovechándose de la situación, viola a la bruja. En el forcejeo, en medio de la violación, la bruja acaba matando al propietario, pero se queda embarazada. Al nacer el niño, aparece una monja, que trata de arrebatárselo a la bruja, también pelean y la monja acaba palmando también. Después de esto, aparece por allí un policía, que le da una paliza a la bruja y la deja inconsciente. Para incriminarla, el policía decide manipular la escena y construye un montaje mientras la bruja está noqueada, colocándole delante una pancarta en la que se ve escrito “Gora Alka-Eta” y haciéndole una foto. Con estas pruebas, acude al juez que decide mandar a la bruja a la horca. Sin embargo, la bruja acaba engañando al juez y, en un descuido, el ahorcado es él.
Como vemos, con este argumento típico de la tradición del títere de cachiporra, lo que se pretende es mostrar una sátira contra diversos sectores de la sociedad y, en concreto, en la parte más polémica, sobre supuestas actuaciones policiales consistentes en montajes que inculpan a inocentes. Para ello, se hace un chiste malísimo fusionando “Al-Qaeda” con “ETA” en un cartel.
Después de ésto, que dé un paso al frente todo el que crea que este chiste malo pueda constituir un delito de enaltecimiento del terrorismo. Y, ya de paso, que me explique alguien cómo un fiscal o un juez imparcial, que haya leído esta obra, puede pensarlo.
Estos son los hechos. Una obra que no estaba pensada para público infantil fue representada delante de niños. Unos padres se han quejado. Podemos llegar a la conclusión de que alguien ha hecho mal su trabajo programándola donde no debía o informando sobre la misma de forma incorrecta e incluso podríamos pensar que los propios titiriteros podrían haber hablado antes con el público asistente y explicar que lo que estaban a punto de representar era para adultos. Pero el caso es que estos dos tipos están en prisión, acusados de un delito grave y hay otra demanda impuesta al propio Ayuntamiento de Madrid por el mismo delito.
Y lo que me extraña aquí es que los mismos ciudadanos no hayan protestado enérgicamente contra todos los que han forzado esta situación. Los políticos que han utilizado una anécdota para calumniar llevados por el síndrome de abstinencia de poder, el poder judicial que ha actuado con parcialidad y estupidez (algo que seguirá pasando mientras sus miembros sean designados por el ejecutivo saltándose a la torera la separación de poderes) y los medios de comunicación que se han dedicado a vociferar medias verdades y mentiras completas para manipular unos hechos muy claros y fácilmente comprobables.
Y es que nos hemos acostumbrado al fanatismo a través del cual apreciamos como normal estos ataques políticos sin sentido. Y para nada, por muy habituales que sean, deberíamos verlos como normales. Para nada nuestra ideología o nuestro voto nos deberían impedir la búsqueda de la verdad y el castigo severo (en forma de votos, no de cachiporrazos) de los que intentan manipularnos.
Es más, yo incluso diría que nuestro deber moral sería vigilar y valorar de forma más dura y atenta a aquellos en quien hemos depositado nuestra confianza a través de las urnas.
Porque sí, por desgracia se ha hecho muy habitual ver a los políticos del PP atacar a cualquiera que no sean ellos, faltos de toda autocrítica, sobre todo desde que han ido perdiendo el poder que les permitía hacer lo que les viniese en gana, acallar voces críticas con leyes desproporcionadas y enriquecerse gracias al empobrecimiento de la gran parte de la población. Es habitual y cabrea pero, desgraciadamente, es esperable.
Lo que no me parece esperable es que el propio Ayuntamiento no se muestre firme ante estos ataques y la propia Manuela Carmena salga diciendo que habrá que ver los hechos y habrá que valorar si Celia Mayer, la responsable de cultura en la ciudad, debe seguir en su puesto.
Señora Carmena, no se puede uno llevar bien con todo el mundo. Cuando los demás atacan sin ningún asomo de ética ni raciocinio, no queda otra cosa que plantarse y decir que eso no es verdad. No vale el dudar de su propio equipo dejándose llevar por el tsunami de insultos. Hay que saber decir no, de forma asertiva y respetuosa, pero firme. Si la atacan a usted por aparecer con una flor en una portada, si atacan a Guillermo Zapata por un chiste en twitter en medio de una discusión sobre los límites del humor, si atacan a Rita Maestre por una protesta en una capilla sobre la supuesta laicidad de las universidades, debería usted plantarse y decir no. No se tolera el ataque irracional si pretendemos cambiar la forma de hacer política desde las instituciones.
Tampoco entiendo cómo nos estamos instalando, de forma clara y bochornosa, en la cultura del fanatismo. Si yo voto a los amarillos, entonces lo que digan los amarillos es la verdad absoluta, sin ninguna crítica. Da igual que roben, engañen y mientan, yo soy amarillo, amarillo, amarillo. Y es algo que pasa con la política, con el deporte y con todo lo que tenga bandos.
¿Que un jugador de tu equipo ha sido denunciado por maltratar a su mujer? La puta era ella.
¿Que todos los diputados de una comunidad autónoma están imputados por financiación ilegal? Los otros también roban.
¿Que el nuevo partido cambia de discurso a cada rato e incurre en contradicciones encadenadas antes incluso de poder gobernar? Al menos no roba.
¿Que una señora ha visto cómo su marido estafaba y se enriquecía con fondos públicos? Es que es de la realeza, no se puede juzgar.
¿Que una señora ha visto cómo su pareja estafaba y se enriquecía con fondos públicos? Es que es la más grande y hace unos gorgoritos como los ángeles.
Y así con todo.
Tal es el fanatismo y la estrechez de miras que guárdate tú de comentar, en tu círculo de amigos, aquellos que piensan parecido a ti y que te quieren, que un político de ideales diferentes a los vuestros ha presentado una propuesta que te parece buena. No hay más discusión, eres un facha o un rojo, lo que toque en cada caso y te has vendido al enemigo.
Hemos cambiado el debate por la discusión furibunda, la pregunta por la acusación, la idea por el slogan, la crítica por el fanatismo, la duda por la adhesión irracional. Y no nos engañemos, todo esto es culpa nuestra, del pueblo, los políticos tan sólo se aprovechan de ello.
Vivimos en un mundo en el que el acceso a la información es más sencillo e inmediato que nunca pero preferimos vivir en la ignorancia, sentirnos parte de una masa que nos da palmadas en la espalda por miedo a sentirnos rechazados aunque debamos dejar de utilizar las neuronas. En un mundo polarizado donde situarse en tierra de nadie, donde elegir no llevar una bandera o una camiseta de colores determinados significa llevarse hostias de todos los bandos.
Vivimos en nuestra propia obra surrealista de títeres de cachiporra y nos indignamos cuando vemos la realidad representada ante nuestros ojos. La parodia fractal elevada al paroxismo.

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